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lunes, 4 de julio de 2011

retal2

Hoy por fin, después de mucho tiempo, he decidido poner todo lo que pasó en papel. Quizás para recordarlo todo mejor o, sí, de hecho, quizás para olvidarlo del todo.
De todas maneras creo que ya ha pasado el tiempo suficiente para hacerlo. Los años han pasado y, aunque todo cambió para mí desde entonces, las cosas siguen siendo iguales; iguales, aunque sin ellos, claro.
Aquel julio fue uno de los más calurosos que recuerdo haber padecido nunca. Hacía a penas un par de semanas que había salido del hospital cuando mi madre me comunicó lo del viaje. Por supuesto que no tenía ganas aunque tampoco me apetecía ver a la gente del barrio, pero ya me había hecho la imagen de pasarme todo el verano encerrada en mi cuarto, con las persianas cerradas durante el día y abiertas durante la noche y enganchada a algún videojuego que me dejará descargar adrenalina y pena sin coste alguno.

Aunque traté de engatusarla de varias maneras y con diferentes argumentos, mi madre no dio el brazo a torcer, tan bien puesta en su nuevo papel de “madre coraje” que había aprendido desde mi estancia hospitalaria, con lo que, si no recuerdo mal y, no lo hago, el tres de julio tomé un autobús junto con otros pasajeros hacia mi nueva residencia estival.
A pesar de mi desagrado por aquel viaje, había logrado que me dejaran  ir sola, primero porque eran tan solo de cuatro a cinco horas encerrada en un autobús de los de antes y que apenas hacía paradas y, segundo, porque entre los pasajeros también iba una conocida del barrio que no había dudado un instante en prometer encarecidamente a mi madre que cuidaría de mi durante el viaje como si fuera su propia hija, mientras me miraba con ojos de vaca sumisa desde el marco de su puerta.
El calor y la humedad que nos acompañó durante todo el trayecto apenas se disimuló por el aire acondicionado del viejo autobús. Durante el trayecto subieron y bajaron varias personas de diferente índole a las que mi presencia, medio agazapada en la última hilera de asientos y cubierta con una chaqueta fina hasta la cabeza no parecía importarles. Debían ser alrededor de las nueve cuando yo y los cuatro viajeros que aún quedaban en el autobús llegamos a nuestro destino. El aire limpio y sorprendentemente frío de aquel lugar se abrió camino con violencia a través de mis pulmones al poner los pies en tierra firme. Comenzaba a anochecer y un cielo entre violeta y gris dibujaba la silueta de las montañas escarpadas y sin apenas vegetación que rodeaban al que fue el pueblo de la infancia de mi madre. Yo sólo había estado allí otra vez, con apenas cinco o seis años, así que los únicos recuerdos que tenía era del sabor fuerte de la carne de cordero y del tocar de las campanas de la torre de la iglesia que sonaban incluso de noche. Y,  también de Clara, claro. Su cara alargada y de piel fina como el papel de turrón volvió a aparecer delante de mí abrazándome con sus fuertes pero delgados brazos, hundiendo su pelo con olor de tomillo y romero  en mi sensible nariz.
-Pero niña,.¡Cómo has crecido!-dijo al tiempo que separaba su cuerpo del mío para poder ojearme mejor.- Demasiado delgada, igual que tu madre cuando era zagala, igual. Vamos, coge tu maleta y a recogerse pronto que de aquí a poco empezará a hacer frío.
La quincena de años transcurridos desde que la vi por última vez no hizo desaparecer su aire de señora mayor y estirada pero que labraría el campo con sus propias manos si hiciera falta.
La casa conservaba el arco de la puerta principal original, que era de piedra al igual que todo el suelo de la planta de abajo, cosa que, especialmense se agradecía en los días de mucho calor. El olor a humedad y tierra mojada invadía cada habitación de aquella casa que era la misma que vio nacer a mi madre y, claro, a la misma Clara. Me sirvíó  una sopa de pan extremadamente caliente que hizo salir la humedad que la casa había infiltrado en cada uno de mis poros desde que había entrado. Sentada a mi lado, aunque sin comer puesto que ella ya lo había hecho, Clara me preguntó a cerca de mi madre, a saber, trabajo y salud (que, sin lugar a dudas, parecía ser el orden más importante para toda la generación que vivió la posguerra en nuestro país).Mientras yo hablaba con más desgana que otra cosa, vi cómo a pesar de que su rostro no parecía reflejar cambio alguno, sus ojos adquirían cierta tonalidad de ternura al escuchar las noticias sobre mi madre. Al fin y al cabo, ella la crió cuando aquella misma casa donde entonces estábamos ardió una noche de tal forma que la única superviviente fue mi madre quien fue rescatada a duras penas por la gente del pueblo. Supongo que fue un suceso terrible para ella, ya que sus padres y su hermana pequeña murieron aquella noche y, fue entonces cuando Clara, la hermana mayor de mi abuela, volvió de la ciudad donde había pasado los últimos años para reconstruir la casa de su familia y hacerse cargo de su sobrina.
Tras recoger los platos de la cena, me dirigí al cuarto que Clara había preparado para mi. Una sencilla cama vestida con una tímida colcha a flores rojas y un armario ropero donde no hubiera cabido ni una octava parte de toda mi ropa, junto con una lamparita de noche, eran muebles más que suficientes para aquella estancia. Junto a la cama, una ventana, quizás demasiado grande para aquella habitación, dejaba ver el río que cruzaba un lateral del pueblo y que separaba éste de la antigua hermita y del cementerio. El leve murmullo del agua al pasar fue invitándome cortésmente a caer rendida a un plácido sueño del que, quizás, hubiera disfrutado más si hubiera sospechado las siguientes noches que me tocarían vivir en aquel lugar.
Los días fueron pasando más rápidamente de lo que yo esperaba. Clara me levantaba cada día temprano e íbamos a la pequeña parcela de huerto que tenía a un lado del río a recoger lechugas y pimientos y a limpiar las tierras de caracoles. Era la primera vez que yo hacía algo así, pero no fue un trabajo desagradable, quizás por el contraste con lo que hasta ahora había hecho. Además, el hecho de estar toda la mañana ocupada en la tierra, el mediodía preparando la comida y el resto de tarde echando la siesta y, volviendo a preparar comida para la cena, apenas me dejaba tiempo para pensar demasiado y, justo eso, me iba bien.
La compañía de Clara también se fue tornando más

2 comentarios:

  1. Esto de los retales no me gusta nada...¡Me quedo con ganas de más!.

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  2. Ja, ja.¡Gracias Marian! (por cierto, me encanta la foto de tu minimo, es súper expresivo!).
    Ahora no recuerdo si tengo alguna continuación del segundo retal, si la encuentro, la cuelgo.
    Saludos y gracias por leer el blog!

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